Y en algún momento un delirio de perfección (en sí) llegó al salón donde nos encontrábamos y todo, sin haberlo sido, dejó de ser perfecto. Pero es que minutos antes alguien dijo –silencio– y sólo con decirlo lo hizo trizas. Entonces me sentí ganador y moví un alfil y dije –jaque– y el reloj violentaba el silencio pedido ya en vano y el segundero atormentaba mi existencia y sintonizaba ese último invisible momento casi póstumo en el que no habría siquiera tiempo para remordimientos o golpes de pecho. Esos segundos me supieron a vinagre hasta que ubicó el segundo peón en posición de ataque contrarrestando mi jugada. Comérmelo sería un suicidio y un mal canje de vidas, odié los canjes de vidas y moví el caballo que quedaba con vida, –qué modesto–, –es que el caballo salta, eso me fascina–. Era su turno y el segundero cobraba vida intermitentemente y perturbaba mi temporal existencia entre casillas blancas y negras de arlequín triste. Y estaba cansado y decidí persistir; y mis peones no tenían vuelta atrás y firmes, me miraban con lealtad y el rey, cobarde, se escondía entre fichas.
Yo no estaba seguro si jugar tenía algún sentido, y mi reina no duraría para siempre. Quizás, como todos, su destino estaba grabado en su pecho en el mismo momento en que fue fabricada. -Es que este mundo sufre de catalepsia-, y cada movimiento y cada peón perdido y cada delirio de éxito en una partida sepultaban para siempre la cura y silenciaban las campanas que con dificultad esbozaban trazos de esperanza.
Me sorprendió ver cómo la noche se había tomado el campo de juego y la luna, con la ayuda de un viejo candelabro, iluminaba el matadero, la arena de guerra, el cementerio y la fosa común de caballos degollados y carne de cañón y cadáveres pisoteados por la continuidad del enfrentamiento. El tiempo había pasado y yo seguía jugando en vano. Me vi a mí mismo vencido desde antes de empezar y mi peón se movió en diagonal degollando el alfil enemigo y el aire de satisfacción fue tan corto como el segundo que me costó descubrir mi caballo indefenso por la ausencia del peón asesino de alfiles. Sentí propio el remordimiento en la cara del traidor y la angustia relinchante de mi caballo a punto de morir. Vi sus ojos concientizarse de su pronta finitud y el impotente rechazo a la muerte en sus ojos que el tiempo, despiadado, se encargaría de aniquilar. –Jaque mate– dijo el tiempo. Quisiera que su rostro dijera algo; fue lo último que vi.
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