29 de abril de 2011

Poésie


Aquel hombre ciego, que al parecer no veía, se sentaba siempre en la misma pequeña colina y recitaba el mismo pequeño poema, los mismos pequeños retazos de su vida; de las negaciones de la misma, desgarrados en acongojantes versos que el aire no escuchaba y el sonido eterno de la nada sepultaba, los mismos versos que un sinsonte declamó, esos versos que aúllan los lobos y los mismos que la luna no responde, que la luna canta y el océano murmulla y la brisa ronronea, que con paciencia suenan mientras las olas se recogen, se arquean y revientan, los mismos versos que, entre luces, tiñen de oro el horizonte y apuñalan a la luna ensangrentada. Esos versos que no entienden y no escuchas, que no suenan o que callas, que te tragas o no lloras, o esos mismos que resbalan de tus ojos en las frías solas tardes, o en las noches. Esos versos que se hunden en tu pelo y acarician tus mejillas, que se hicieron un suspiro, que tragaste o que rasgaste, esos que son tú pero negaste.

Esos que no escritos, son poesía.

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